No podemos pretender tener el resultado económico y político de los EE. UU. sin su historia
Cuando ha aparecido la Estrategia de Seguridad Nacional 2025 que describe lo que hoy está haciendo o intentando hacer la administración Trump, donde como novedad da a entender que hoy EE. UU. ya no quiere imponer sus instituciones al resto del mundo, conviene preguntarse por qué lo que ha sido exitoso en la potencia, en general ha coleccionado fracaso en tantos países, siendo la excepción más que la regla los casos de Alemania y Japón (un país muy poco liberal en todo caso), más bien atribuible a la Segunda Guerra Mundial y al temor que les generaba la exURSS.
EE. UU. ha sido un imperio civilizacional que sin embargo no ha tenido pasado colonial, un país que nació como república, y que a pesar de haber traído consigo la novedad histórica de la elección de sus líderes, le costó ser una verdadera democracia dado su terrible pecado con la esclavitud.
La razón por la cual la sociedad más rica que el mundo ha conocido ha tenido tantos fracasos en la exportación de instituciones que sin duda han dado resultado en su territorio, tiene que ver con la forma como se creó un país más vinculado a una idea que a un territorio determinado, circunstancias no fácilmente repetibles y sobre todo, por el rol muy especial que ha cumplido su Constitución en el desarrollo y consolidación de sus instituciones, ya que ese documento cumple hasta el día de hoy un rol muy especial, al haber sido la verdadera conclusión y consolidación de su independencia, dos elementos sin los cuales es difícil que sus instituciones se enraícen en lugares que no tienen esa misma historia.
Es una historia que también conviene recordarla a propósito de la polarización de la política estadounidense que ya lleva casi una década sin respiro, proceso que me parece una verdadera latinoamericanización de su democracia. Aunque he viajado con alguna frecuencia como profesor visitante de distintas universidades, mi experiencia desde que decidí radicarme a partir del año 2019 me ha enseñado varias cosas, algunas de ellas preocupantes e inesperadas, no solo la polarización y la dificultad de su élite para llegar a acuerdos por mínimos que sean, sino también el bajo nivel de conocidos medios de comunicación que antes admiraba y hoy me parecen sesgados, como también líderes llenos de dudas sobre el despliegue del poder estadounidense, ejemplo de lo cual fue el wokismo que estuvo presente en la administración Biden, que recordaba el discurso que le dirigió al mundo musulmán el presidente Obama en El Cairo.
Un país que sigue siendo la primera potencia del mundo, aunque China le disputa hoy el cetro, y donde una revisión del sitio World of Statistics invita a la sobriedad, ya que lo que era a fines del siglo XX un primer lugar indudable, hoy, en cambio, existen varios indicadores donde se encuentra más bien entre el lugar cinco y el diez, aunque sin duda, todo indica que se está haciendo un gran esfuerzo para mantener el liderazgo a través del impulso que podría darle la Inteligencia Artificial (IA), tal como lo trajo consigo hace algunas décadas la internet, aunque la IA tiene la potencialidad de aumentar muchas veces lo que hicieran otras revoluciones tecnológicas en el pasado.
Lo que no cambia es que el producto final de la evolución histórica estadounidense ha sido una sociedad diversa, pujante, vital, probablemente más pluralista que democrática, de acuerdo con la forma como el concepto de democracia se ha entendido en la filosofía clásica. Lo mejor de EE. UU. se ha hecho presente en la calidad de sus instituciones, es decir, lo que distingue a este país es la República, ya que su democracia es sobre todo eso, una república democrática. En otras palabras, se creó sobre la base de una idea que no fue inventada de una vez y para siempre, sino que se recrea y se reinventa en la forma de libertad individual, una sociedad más aceptadora de la idea de la diversidad de estilos de vida que de la participación como deber.
¿Qué hay de único y de universal en esa experiencia? El hecho no solo de ser, sino también de sentirse distintos al resto del mundo, la característica de no depender de otros y no necesitarlos hasta fechas recientes, ¿cuánto ha perjudicado y cuánto ha beneficiado a los demás países? Sobre todo, ¿cuánto los ha beneficiado y perjudicado a ellos mismos?

En lo personal, lo más llamativo para mí de esta experiencia son las cosas extraordinarias hechas por gente ordinaria, como el país prosperó y creció no por recibir a los ricos del mundo, sino a sus pobres, y ello sigue siendo verdad, a pesar de las periódicas dudas que surgen a su interior, a veces como reacción a abusos. Una segunda lección es que, a pesar de periodos polarizados, existe una estabilidad básica, que reafirma una idea presente desde su nacimiento, que el progreso nunca se logra prohibiendo el debate, sino, por el contrario, promoviendo la libertad.
Entonces, de dónde surge la razón de ser de esta columna, ¿por qué la exportación de instituciones políticas y económicas tan exitosas ha terminado generalmente en fracasos sonoros, como lo han sido recientemente Irak y Afganistán?
Mirado el problema desde otra perspectiva, la actitud del resto del mundo frente al éxito en EE. UU. del capitalismo económico y de la república democrática en lo político, ha sido poco balanceada, ya que ha oscilado entre el odio extremo y el amor apasionado, desde el momento que se ha movido desde verlo como fuente de todos los males o como solución de todos los problemas, y no es ni ha sido, ni lo uno ni lo otro.
En el caso de Iberoamérica, existe en nosotros una gran culpa, nuestra incapacidad de confiar en nosotros mismos, al no asumir la modernidad desde nuestra propia manera de ser. Lo ha resumido muy bien Octavio Paz al señalar en ese magnífico libro de ensayos titulado El Ogro Filantrópico (México, 1979) que el problema ha residido en nuestro deseo de adoptar sin adaptar, es decir, de buscar el producto final sin pasar por la historia.
En otras palabras, la razón del éxito de EE. UU. es también la del fracaso en el intento de implantar mecánicamente sus instituciones en otros países, ya que es el resultado de circunstancias históricas casi irrepetibles. En palabras del distinguido historiador Daniel Boorstin no hay nada tal antinorteamericano como pretender que otros imiten a EE. UU., “tal como lo explica en The Genius of American Politics (The University of Chicago Press, 1958)“.
¿A quién culpar de una visión de EE. UU. que predomina en el resto del mundo, a pesar de estar llena de imágenes equivocadas? En este caso, a ellos mismos, ya que en el pasado el éxito mundial de películas y series de televisión ha exportado una imagen de cómo es o debiera ser el país generando un escollo muy difícil de vencer para el adecuado conocimiento de esa realidad, a lo que se ha agregado el internet y las redes sociales, que entregan lo que yo llamaría una ilusión del conocimiento, la de quienes, por el hecho de leer 10 líneas sobre un tema en el celular, piensan que conocen de este, y se ponen a sí mismos en el mismo nivel de alguien que se ha dedicado, a veces, toda su vida, a ese estudio, ejemplo de lo cual es quienes creen conocer el sistema legal o judicial estadounidense por las series policiales que ven con frecuencia.
Por cierto, que intentar estudiar seriamente a EE. UU. tiene otro problema que no es nuevo, ya que siempre impresionó a quienes primero llegaron y sigue impresionando a todos, su tamaño, más que un país, un verdadero continente, con diferencias de estado a estado, al ser una nación realmente federal. Este hecho no hace sino destacar lo bien que captó al nuevo país en el siglo XIX el noble francés Alexis de Tocqueville en La Democracia en América (Akal, México, 2007), libro de perdurable vigencia y de recomendable lectura. En tercer lugar, EE. UU. no es solo política y economía, ya que para mucha gente ello es de secundaria importancia, desde el momento que es vida cotidiana, cultura popular en el mejor sentido, internet, cine, literatura, imágenes, que, en cuarto lugar, muestran que EE. UU. tiene un aporte medular no solo en las virtudes, sino también en los defectos, ya que ha servido también como ejemplo, tanto de lo que se debe como de lo que no es recomendable hacer.
Por ello, en quinto lugar, EE. UU. ha sido parte importantísima de uno de los grandes aportes de Occidente a la historia de la humanidad, el de la autocrítica como elemento de progreso, y en ese sentido, todos los contestatarios estadounidenses reproducen una de las más antiguas tradiciones de una nación inventada también por descontentos y disidentes, elemento que mucho confunde a países donde se quiere llegar al producto final, sin entender o desconociendo esta parte relevante de la historia.

La tradición crítica de EE. UU. ha tenido su prueba de fuego en su principal pecado histórico, aquel problema no resuelto del todo, la esclavitud y las relaciones entre las razas. No es el único país donde se ha sufrido este flagelo, pero ha sido particularmente ineficiente en confrontar sus consecuencias. No es que no haya tratado, ya que, por el contrario, quizás no existe otra nación donde el tema se haya mantenido tan vigente y que haga esfuerzos similares para contentar a los descendientes de las víctimas, tanto en lo simbólico como en políticas especiales de reparación, en forma continua al menos desde los 60 del siglo pasado. Sin embargo, a pesar de ello hasta el día de hoy existen aquellos convencidos que dependiendo del color con el que se nace, se tienen oportunidades distintas en la vida, lo que perciben como diferencia enorme entre el ideal creador de la nación y la realidad.
No hay en caso alguno racismo sistémico como argumentan falsamente quienes poco quieren al país dentro de EE. UU. Existe otra deuda, sin embargo, de la cual desafortunadamente poco se habla, la que se tiene con la población originaria, con los indios nativos, todavía demasiados invisibilizados, también para los medios de comunicación.
Por último, sin duda que existen elementos en EE. UU. que históricamente han hundido a grandes civilizaciones, en la forma de materialismo, consumismo, exceso de gastos en relación con sus ingresos, relativismo moral frente a la vulgaridad y la violencia. Sobre todo, un consumo tan gigantesco de drogas, que no importa los esfuerzos que se hagan para frenar el ingreso a territorio estadounidense, siempre parecen insuficientes dada la cantidad de víctimas, y el esfuerzo fracasa, lo que es aprovechado por dictaduras variadas para desarrollar en este punto una guerra híbrida contra el país.
Sin duda esos defectos existen, pero se ven ampliamente compensados por una enorme vitalidad y energía creadora, elementos que no solo han permitido la supervivencia de grandes civilizaciones, sino también tanto su progreso como el de la humanidad toda. Saliendo de la abundante retórica interna y las opiniones interesadas que desde el extranjero poco entienden lo que hoy ocurre en el país, gracias a su institucionalidad republicana y su Constitución, la única verdad es que EE. UU. ha tenido la fortuna de no haber necesitado optar entre tiranía y libertad. Lo ha hecho, sin embargo, y casi permanentemente entre decadencia y vitalidad.
Entender este tipo de fenómenos no es fácil, ya que la tarea es compleja. El “qué” ha entregado EE. UU. al mundo es tan importante como el “cuánto” y el “cómo”. Es así como para los iberoamericanos el punto de partida de todo estudio o aproximación debiera ser un hecho histórico. A principios del siglo XIX todo parecía indicar que el futuro era más promisorio para el sur que para el norte, para la parte hispana de América que para la sajona. Los índices de urbanización, alfabetización, producción, transporte, universidades, homogeneidad lingüística y otros favorecían a la parte latina del continente, ya que todavía había estados donde grupos de ciudadanos seguían sin entender el propósito o necesidad de la existencia de algo llamado Estados Unidos.
¿Qué pasó? ¿Por qué tan solo algunas décadas después la correlación de fuerzas se había transformado, alterándose en forma tan dramática como espectacular en favor del norte? En el siglo XIX las trece colonias originales se expandieron hasta transformarse en un país continente, convirtiéndose en un imperio en el siglo siguiente. Pero al no haber tenido un pasado colonial, ejerce su rol imperial con muchas, demasiadas dudas, ya que, aunque ha tenido responsabilidades parecidas a las de Roma o al Imperio Británico en su cenit, no ha tenido ni la tradición ni la experiencia de aquellos. Quizás, por ello ha habido épocas donde el mundo exterior ha sido visto en forma extremadamente simplista desde Washington y su política se ha caracterizado por un gran provincianismo, reflejado en un sistema educativo y en medios de comunicación para los cuales el mundo fuera de sus fronteras parece no existir, expresado en una cobertura y en fallos judiciales que simplemente parecen no entender hoy cuán viciosa es la dictadura venezolana y hasta dudan de la existencia del Tren de Aragua.

En EE. UU. hoy los latinos son la primera minoría, pero todavía no actúan ni son percibidos acorde a esa importancia, lo que se nota mucho en su presencia marginal en Hollywood o en el debate político. A mi juicio, les falta lo que lograron los afroamericanos, al entregar vía Martin Luther King el tema de los derechos civiles en el momento que más lo precisaba el país, un tema de importancia para todos. Los latinos no solo han carecido de una figura nacional equivalente, sino que todavía no han logrado entregar una solución a un tema de importancia general, que a mi juicio, hoy debiera ser una propuesta en el tema de la inmigración, y donde las posibilidades de aportarlo son mejores que otros, ya que en su diversidad, los hispanos representan bajo la misma denominación a distintas razas y diferentes posiciones políticas, ya que por sobre ellas, predominan características culturales comunes que unen más que separan, lo que en ese tema podría ser un aporte y ventaja.
Por no entender bien a los latinos, quizás hoy la narrativa de identificarlos como la primera amenaza de inmigración ilegal, esté teniendo la consecuencia de que los republicanos están desperdiciando una oportunidad histórica de transformarse en los representantes principales de este sector crecientemente importante de estadounidenses, tal como lo lograron los demócratas con los afroamericanos, a pesar de que antes de los 60, eran nada menos que el partido de militancia de los dirigentes del KKK en el sur del país (los republicanos eran “el partido de Lincoln”).
En el mundo, EE. UU. y sus líderes han buscado en parte importante de su historia -a un gran costo- ser amados más que respetados y como consecuencia han tenido fracasos autoprovocados con consecuencias graves para el mundo entero, tal como ocurriera con Carter y su adaptación al Ayatola Jomeini en 1979, rechazando a su entonces aliado, el Sha de Irán, error repetido con la llamada “primavera árabe” que el 2010 terminó fortaleciendo al fundamentalismo.
Ejemplos como estos del Medio Oriente ayudan a comprender las razones por las cuales el intento de exportación- felizmente al parecer hoy en retirada- de instituciones exitosas en EE. UU. ha fracasado en otras culturas y regiones, toda vez que si no se comparte el proceso histórico es extremadamente difícil repetir mecánicamente el resultado, por lo que, el éxito seguirá siendo la excepción y no la norma.
Por otra parte, la explicación no puede ser racista, ya que, en el caso de la América española y portuguesa, la mezcla de conquistadores provenientes de la Península Ibérica encontrándose con civilizaciones complejas como Mayas e Incas, fue algo de lo mejor que podía ofrecer el siglo XVI, a pesar de las conocidas prácticas caníbales, ya que era un encuentro mucho más evolucionado que el de puritanos ingleses y nativos de la América del Norte.
La explicación no está allí, ni siquiera en los procesos de independencia. La encontramos en la etapa posterior, en el proceso de nacimiento y consolidación de los países. En otras palabras, no podemos pretender tener el resultado económico y político de los EE. UU. sin su historia, incluyendo algo que le hizo tanto daño a Latinoamérica como el “destino manifiesto” que llevó a 13 colonias a ser en definitiva 50, comprando territorio vendido por Rusia, Francia y España, pero también quitándole a México la mitad de su territorio original al independizarse.
Para entender por qué algunas instituciones y países prosperaron y otros entraron en procesos opuestos de fracaso, no solo hay que conocer el proceso laborioso de error y ensayo que ha constituido la experiencia de EE. UU., sino, sobre todo, su verdadero acto de creación que fue la culminación de su independencia, aquella Constitución que ya superó su aniversario 237 con su admirable brevedad de solo siete artículos, 26 enmiendas, y un preámbulo de 56 palabras que se inicia con aquellas que hasta entonces no habían sido usadas en ningún documento: “Nosotros, el pueblo”.
El proceso político que se inicia el 4 de julio de 1776 con la Declaración de Independencia, continúa el 17 de septiembre de 1787 con la aprobación de la Constitución (ratificada el 21 de junio de 1788 con el noveno estado necesario), fue una revolución hecha por no revolucionarios, en general personas moderadas y seguidores de las hoy olvidadas virtudes republicanas, salvo en un punto, el de su tolerancia a la esclavitud.
Sin embargo, nada se puede obtener reproduciendo ese texto sin sus circunstancias, ya que sin ello son flores trasplantadas a un hábitat extraño donde no pueden florecer.
Máster y PhD en Ciencia Política (U. de Essex), Licenciado en Derecho (U. de Barcelona), Abogado (U. de Chile), excandidato presidencial (Chile, 2013)


